Cuando experimentamos algo que consideramos negativo o doloroso es normal que queramos expresar verbalmente nuestras emociones al estar tristes, irritados o asustados.
Utilizamos para ello palabras a las que nos hemos acostumbrado, por ejemplo: “Estoy harta”, “Me han derrotado”, “Esto es imposible”, “Es un problema horrible”, “No puedo hacer nada”, “¡Qué dolor tan fuerte!”, etc.
Pensamos que estamos utilizando las palabras solo para expresar lo que ya sentimos, y que dichas palabras, por lo tanto, no influyen en ello.
Sin embargo, las palabras que adscribimos a nuestra experiencia se convierten también en nuestra experiencia. Por lo tanto debemos elegir conscientemente las palabras que usamos para describir nuestros estados emocionales.
Si no somos cuidadosos en su elección podemos acabar sufriendo un mayor dolor del que estaría realmente justificado, ya que las palabras se utilizan literalmente para representarnos lo que es nuestra experiencia de la vida.
Esa representación puede acabar alterando nuestras percepciones y sentimiento. Por ejemplo, tres personas pueden sufrir la misma experiencia, pero una de ellas la describe diciendo que se siente furiosa, la otra dice que siente enojo y la tercera se siente molesta, es evidente que las sensaciones se han visto cambiadas por la “traducción” que cada persona ha hecho de ellas al etiquetarlas con una palabra, aunque la experiencia siga siendo la misma.
Somos lo que pensamos, y también somos las palabras que nos decimos.
Como quiera que las palabras son nuestra principal herramienta para la interpretación o la traducción, la forma en que etiquetamos nuestra experiencia cambia inmediatamente las sensaciones producidas sobre nuestro sistema nervioso. Las palabras tienen, de hecho, un efecto bioquímico.
Los lingüistas han demostrado que estamos culturalmente configurados por nuestro lenguaje. Las palabras que utilizamos habitualmente afectan a nuestra forma de evaluar las cosas y, por lo tanto, nuestra a forma de pensar y de actuar.
Las palabras configuran nuestras creencias y ejercen un impacto sobre nuestras elecciones y en nuestras acciones. Pero también estas creencias también pueden transformarse por medio de las palabras.
Fíjate en la diferencia que existe entre decir: “me siento deprimida” y “no estoy en mi mejor momento”; o entre decir: “estoy perdida” y “estoy buscando una salida”; y otro ejemplo, entre decir: “estoy enferma” y “estoy comenzando a sanarme”.
¿Significa esto que no pueda estar deprimida, perdida o enferma?
Por supuesto que no.
Las emociones negativas son tan necesarias para nuestra supervivencia como las positivas. Pueden ser muy útiles para expresarnos, reflexionar y emprender una acción diferente. Pero de lo que se trata es que esas emociones negativas se conviertan en una herramienta útil en lugar de paralizante.
De manera que, aunque la experiencia que nos produce esa emoción no cambia, el uso de palabras distintas para describirla produce una ruptura de nuestras pautas emocionales habituales, y, entonces, todo cambia.
Esa es la magia!! El “clic” que se produce tras el momento de confusión y que rompe nuestro patrón físico, mental o emocional.
Utilizar un vocabulario que rompa las pautas que no nos aportan recursos, un vocabulario que nos haga sonreír, produce sentimientos totalmente diferentes, cambia nuestro estado de ánimo y nos permite hacernos preguntas más inteligentes para emprender acciones que nos produzcan los resultados que buscamos.
Piénsalo esta semana, mejor aún, comienza a utilizar nuevas palabras 😉